21 de agosto de 2025
Francisco de Asís. Perugia. Italia
La única manera que conozco de vivir, es la de buscar la belleza en lo que me rodea. Como si pudiera salvarlo todo.
Quizá por eso vine a Italia, a buscar belleza, a empaparme de ella. En el momento en el que más la he necesitado.
Y experimento el placer de entrar en la Basílica y sorprenderme un día más con sus frescos. No son los de Giotto los que más me impresionan. Son los azules salpicados de estrellas de doradas de las bóvedas. Las pequeñas pinturas en los muros que me muestran la cantidad de santos que vivieron mucho antes que yo. Es quizá la sensación de sentir que pertenezco a una historia más grande que la mía lo que me emociona.
Rozo la pared y me regodeo en el tacto. Sonrío a los monjes franciscanos que vienen de todas partes del mundo a vivir aquí, a Asís.
Y aprovecho para pisarlo todo con mis zapatos dorados, como una suerte de Dorothy que ya no está en Kansas. Hago fotos mentales que olvidaré. Confío que la sensación no se me olvide.
De la caótica, decadente y vibrante Nápoles, donde he seguido los pasos de Sorrentino, llego a este lugar suspendido en el tiempo y me doy cuenta, de lo solas que están las personas.
Pienso en mi suerte. Yo me siento en solitud. Me encuentro con gente que está loca por hablar, que atropellan las palabras porque hace mucho que nadie los escucha. Tantas vivencias, tantas emociones y tantos recuerdos se agolpan en sus bocas. Y yo les escucho y sonrío. Es lo único que puedo hacer: escuchar. Sonreír.
Con diecisiete o dieciocho años me sentaba horas con personas mayores. Los escuchaba porque sabía que querían ser escuchados y al mismo tiempo, para mi, era como asistir a historia viva. Esas personas habían vivido la guerra civil. Esas personas habían conocido una España bajo la dictadura de Franco en la que yo no nací. A mi la democracia me vino dada. Regalada de manera fortuita.
Pienso en cuanta gente tiene historias que contar o pensamientos que compartir y me gustaría poder escucharlos a todos.
Pienso que todas esas personas mayores, a las que yo ahora veo candorosas y que despiertan mi empatía y compasión, fueron hombres y mujeres jóvenes. Algunos buenos, otros no. Me interesa como cuenta cada uno su propio relato transformado por la memoria.
Pienso entonces en Franco. Le conocí esta tarde. Lleva seis meses viviendo en Asís. Voló desde Australia, su país de nacimiento para vivir su jubilación fuera de un país que no entiende.
Franco fue profesor de inglés toda su vida. Durante siete años enseñó inglés a los aborígenes australianos. "Nosotros somos los invitados en sus tierras y sin embargo, hasta finales de los setenta, los australianos se referían a ellos como "monos". Me cuenta que fue él el único que estuvo al lado de su madre Pierina en su lecho de muerte. "Mis hermanos querían dinero. Yo no". Me contó que en uno de sus viajes a Australia llevó a su vecina Jessica: rosarios, estampitas, medallas de San Francisco de Asís, pero que cuando él enfermó una semana y estuvo encerrado en su apartamento al borde de la muerte, ella no pasó ni siquiera a preguntar como estaba. Me contó que tenía dieciocho pinturas aborígenes que podrían haberle hecho rico. Pero Franco no quería ser rico. Así que las donó a para que volvieran a sus dueños para que éstos pudieran conocer su historia.
Entonces fui yo la que se preguntó como Franco, siendo tan bueno podía estar tan solo. Franco sólo quiere ser visto. Si fue mejor o peor en su vida, ya a nadie le importa. Quizás por eso Franco es tan católico. No hay nadie que te vea mejor que Dios, cuando crees en él.
Me preguntó si yo creía. Le dije que la cultura es mi religión. La cultura y la belleza.
La ética y la estética.
Para mí, no hay nada más, como si pudiera salvarlo todo.